FÁBULAS DE MONTEMOLÍN,

enero 17, 2025 2 Por Javier

POR UN ÁNGEL EXTRAVIADO

Preámbulo

Me dicen que he vivido en muchas épocas y en muchos lugares, que he sido
muchos hombres y muchas mujeres, y tantas veces niño, adulto, anciano… Pero, allá,
en la memoria mortal, quedan muy pocos recuerdos y casi siempre hay que añadir
fantasía y ternura para que esas imágenes se hagan comprensibles sin enfadar a la
razón.
Y lo que los Hombres Razonables no consiguieron eliminar de mi imaginación,
salpicado con algunas gotas de mis fantasmas, ha ido preparando lo único que puedo
recordar de esta vida: una infancia sonámbula en el barrio de Montemolín.
Viví durante doce años dentro de un único paisaje. Decía un profesor: barriada de
Montemolín, ciudad de Zaragoza, provincia de ídem, región de Aragón, país: España,
continente europeo, planeta Tierra, sistema solar, Vía Láctea, Universo de Dios. Y
desde Montemolín hasta Dios yo sólo entendía que la plaza Utrillas ya me servía para
perderme, así que cómo podía pensar siquiera en la Vía Láctea, sonido a las lecherías
Quílez de la carretera de Castellón. En fin, lo aprendimos de memoria, y también el
abecedario, y la tabla de sumar, y los afluentes del Ebro, sin saber qué era una letra, qué
un sumando, y qué un río principal. El profesor era un seguidor de los Hombres
Razonables.
En las Hermanitas de Santa Ana, calle Numancia, no libré ciertamente la batalla de
Viriato, porque caí bien a las monjitas por chiquito modoso y aplicado. Supongo que
aprendía algo más, pero sólo recuerdo a Mariasun, mi primera novia, y la paliza que me
pegué con el Galisteo porque pretendía adherirse a los favores de la chica. De verdad,
de verdad, que ni puñetero caso nos hacía a los dos. Y lo que se rió ella cuando a él le
llenaron la cara de rojo mercromina y a mí me aligeraron el chichón del cogote con una
«perra gorda» mojada en vinagre. Como al día siguiente fui el mejor en lectura, me libré
del castigo. El Galisteo se pasó un buen rato de rodillas.
En aquel tiempo, aún conocía lo bueno de la vida. Disfrutaba de esa especie de
aturdimiento terreno que te eleva hacia la sensación de dicha celestial. Apenas sabía
leer (lo único a faltar) y me sobraban dedos para las sumas obligadas, no conocía el
sistema político, ni ansiaba libertad, ni el paro era mi ocupación, el producto nacional
bruto me sonaba a campeón de boxeo, la balanza de pagos era como el peso de la
carnicería de mi padre y un billete de mil podía ser cualquier estampita del álbum de
Naturaleza.
¡Qué mayor preocupación que conseguir una bicicleta! Prestigio, autonomía,
independencia, amistad… Los Reyes Magos fueron equitativos: trajeron una de barra
baja para compartirla con mi hermana. No me inmuté. Evitaba las riñas entre sexos y
sabía que ella no era amiga de estas cosas de chicos. La estrené contra el suelo el
mismo día de aquel seis de enero, cuando sus ruedas quisieron imitar al tranvía y se
introdujeron en un carril para que mi inexperiencia no supiera encontrar el rumbo
libre. Me dejé la piel de codo y rodilla en los adoquines de la calle Sanjoaquín, paralela
a la fábrica de Giesa. Desde entonces, nunca, nunca, volvió a estar entera la bicicleta.
No era yo aficionado a la mecánica, ni aun enseñado por el cuidado de mi padre en
estos menesteres, porque él tuvo bicicleta y moto compradas con sudores propios y
aprendió a cuidarlas por necesidad.
En fin, la gran locura comenzó cuando, ya experto en manillares, me lanzaba por la
acera desde la calle Belchite hasta la calle Higuera, con cara de satisfacción tal que las

señoras a quienes atropellaba me insultaban en un tono bastante cariñoso. Dados estos
pequeños incidentes, decidieron que ya era hora de que campara por terrenos más
vastos, es decir, por la gran plaza Utrillas, antesala de la antigua estación de un
ferrocarril carbonero. Y allí me encontré con la primera gran desilusión: mi amigo, «el
moreno», consiguió una bicicleta más grande y más versátil (era plegable), aunque
también de barra baja. Pero después de la primera y única «envidieta», sólo me
importaba que para ganarle en las carreras tenía que pedalear 1,15 veces más que él (así
aprendí la proporcionalidad), es decir, la relación que, a igual piñón trasero, existía entre
el número de dientes de su plato y el mío. La cantidad de sudor que expulsé… Así me
crié de delgadito.
Durante tres años no pude mirar más allá de la plaza. Pero, ay cuando nuestro
valor se alargó primero hacia las calles del barrio, después hacia los campos aledaños y,
por último, ¡qué aventura!, hasta La Cartuja, a orillas del Ebro, pasando por Pinarcanal
o por la Torre de la Olivera. Aunque entonces ya entendía de libertad, lo sentía de
forma ingenua, sin rebeliones, con el verdadero goce de unas horas fuera del poder.
Fumamos los primeros «Celtas» escondidos entre los maizales de aquellos caminos, y el
primer puro, bajo el puente del ferrocarril.
Las cuadrillas iban desde dos –Julián, «el moreno», y yo– hasta siete chicos
aventureros. A última hora, incluso llevaba a mi hermano, cuatro años menor, sentado
sobre el manillar, recostado sobre mi hombro. Y lo que verdaderamente me impactó
fue aquella excursión de rumbo incierto que nos llevó hasta la orilla del río, a una
arboleda fangosa, sólo habitada por pájaros y mosquitos. Con ellos, nos voló la
imaginación. Inmediatamente, trazamos el plano: en aquel árbol, el de horquilla
«inversa piramidal de tres ejes», se alzaría nuestra caseta inexpugnable.
Cumplía mi verano número doce. Al día siguiente, después de recopilar propinas y
material, volvimos al paraje, no sin antes perdernos tres veces, para montar nuestro
cubil. Hasta salida de emergencia acondicionamos, por si acaso algún enemigo sitiaba el
castillo. Pero qué poco duró el encantamiento: una semana. Las tormentas de verano, o
la apertura de alguna presa, o un espíritu burlón, provocaron una crecida que dejó el
palacio como palafito. Algunos lloramos…
Volví a casa rabiando por el primer desencanto de esta vida terrena, y me encerré
en mi cuarto sin permitir que mi hermano hiciera uso de su derecho a habitación. Sólo
recuerdo que mi almohada se convirtió en paño de lágrimas y saco de arena, en
instrumento de consuelo y desahogo, sintiendo que estaba prisionero en un cuerpo de
mierda y en un mundo cruel. Quería elevarme y atravesar el techo, quería volar y
romper las nubes, quería escaparme y alcanzar las estrellas. Deseaba morir sin morir,
vivir sin vivir, engañar a la nada, surcar el espacio en un soplo y perderme más allá de
las estrellas para buscar un arranque de paz.
¡Dios mío, si lo logré…! Fue como el sueño de Alicia, la ascensión de María o el
despertar de Morfeo. Todo estaba oscuro, oscuro brillante por la luz de un sol
espectacular que ni calentaba ni alumbraba. Veía mi cuerpo y no lo sentía, y mis
sentidos estaban lúcidos en un silencio abrumador. Podía desplazarme sólo con
pensarlo, podía volar, mis pies no tocaban suelo, era fluido… Pareció que una luz me
llamaba, destelló y tuve miedo a un dominio desconocido, pero la atracción resultó
invencible y decidí obedecer.
—Soy tu ángel.
La luz se había convertido en un ser blanco, canoso, que creí conocer sin haberlo
visto jamás. Siguió hablando:

—Estás errante, hijo mío. Has dejado escapar a tu alma sin soportar los dolores de
la existencia. No nos has querido escuchar y has abandonado tu misión a destiempo.
Antes de regresar, tendrás que trabajar para que tu progreso no se detenga. Serás
errante y purgarás tu debilidad volviendo a tu infancia en espíritu. Con nadie hablarás
y nadie te hablará, verás y oirás… Sólo yo, según tu intención, podré comunicarme
contigo.
Y desapareció.
No pretendo contar desdichas, así que me ahorraré las peripecias de mi
desconcierto. Mi buen guía fue severo, aunque supongo que la orden no surgió de él,
sino de la ley misma de la existencia. Aclararé a continuación lo que hoy entiendo de
todo el episodio –entonces yo no estaba muy esclarecido que digamos. Me porté mal de
acuerdo con la Ley Universal, no superé la prueba del desencanto infantil y rompí el
hilo de plata, es decir, cometí algo parecido a un pecado y debía cumplir la penitencia
con arrepentimiento sincero para redimir la falta. Todavía no entiendo esa ley, pero la
intuición me dice que si la cumplo convencido, todo se arreglará de nuevo y volveré ahí
abajo. Podré parecer iluso o alucinado… ¿Lo soy? Creo que no, pues me siento feliz.
En estado errante, vagando en mi barrio, colándome a través de paredes, puertas,
techos y suelos, empecé a concebir una idea especial. Antes debo aclarar que en el
estado dicho no me parecía ser un chiquillo de doce años, sino un ser intemporal, con
conocimientos sospechados e inteligencia en embrión. Dicho esto, explicaré aquella
idea tan especial. Entendí que para redimirme no tenía necesariamente que sufrir,
puesto que a nadie había causado daño, sino trabajar con ánimo, que era lo que perdí
con mi desencanto… Pero ¿cómo, si era intangible e invisible? Ya había aprendido a
bromear haciendo ruido por las noches en casa de los cascarrabias, a cambiarle de sitio
el tirachinas al Galisteo y a sujetar las puertas a las señoras cargadas de bolsas…
Pretendí escribir un libro. Y ¿qué tiene que ver una cosa con la otra?, pensarán. Pues
bien, quería decir que estaba en condiciones de entrar en contacto con lo material, y
por intuición pensé que podría mover la mano de alguien para que contara mis
historias. Recordé a mi ángel y decidí preguntarle. No sabía cómo llamarle, pero llegó.
—Si así lo deseas, puedes hacerlo. Serás responsable de lo que dictes y sólo si su
contenido despliega enseñanza podrá servirte de expiación. Busca un espíritu
simpático para ti y nosotros lo prepararemos.
Así, busqué y hallé alguien simpático –entendí alegre y dicharachero, aunque
ahora sé que no quería decir esto– y, cuando vi que podía dictarle frases, comencé a
pensar en el contenido de la obra…
De esta manera nacieron las «Fábulas de Montemolín, por un ángel extraviado».