Fábulas de Montemolín IV
Cosas de niños
porque las batallas de los adultos son mucho peores
Características propias de Montemolín
porque en Montemolín se «humanizan» las batallas
Las batallas
Las batallas no son un juego de niños, pero hay que hablar de ellas.
En todos los barrios de la ciudad se producen batallas de bandas, y Montemolín es un barrio de la ciudad.
Para que se produzca una batalla es necesario que existan dos grupos enfrentados por alguna razón. Esta razón puede ser fundada e infundada. En el primero de los casos, la batalla siempre es evitable; en el segundo, una imbecilidad.
A fin de poderse integrar en la moda de la historia humana (razón de batalla, pues, infundada), en el barrio de Montemolín se formaron dos bandas de chavales: la de Larrinaga y la de la plaza Utrillas.
La banda de Larrinaga se compone de muchachos que viven en las inmediaciones del palacio de dicho nombre, o que simpatizan, o están emparentados con ellos. Su lugar de reunión y preparación de estrategias se localiza en una nave abandonada de la CEFA. El capitán de la banda se llama Alonso, un chico moreno, delgado y alto, con fama de buen tirador y, en ocasiones, demasiado cruel.
En la plaza Utrillas, los miembros de la banda se reúnen junto a los bajos del pretil alargado, vertiente interior. Por eso, en los ladrillos se ven dibujos que responden a los planes de ataque concebidos. De entre José Cruz, Quique y Gonzalo, no existe un jefe decisivo. Cualquiera de los tres lidera porque se reparten las acciones según el tipo. José Cruz planifica, y en batalla es un soldado más. Quique dirige a los grupos y Gonzalo capacita en los períodos entreguerras. Uno u otro de ellos puede decidir en nombre de la banda.
No existe normativa sobre la adscripción a una u otra banda y puede pertenecerse a cualquiera de las dos sin que haya controversias de dominio. Incluso puede darse el caso de chicos que en una batalla pertenezcan a banda distinta a la de la batalla anterior; no se exige lealtad de una contienda a otra. Ahora bien, una vez iniciada la época de planificación, se mira muy mal un cambio de bando. En el caso de descubrirse espías, se les condena a no permitirles acudir a los lugares de reunión habitual hasta que haya concluido la temporada de batalla, y ya nunca más podrán participar en los enfrentamientos. Si a lo largo de una contienda, alguien discrepa de las órdenes o muestra disconformidad de la estrategia, debe retirarse y mantenerse al margen hasta la siguiente batalla (generalmente, por dignidad, el cambio no se produce hasta la temporada siguiente). Se utilizan alternativamente dos campos de acción: la trasera de Giesa, como local de Larrinaga, y los antiguos depósitos de la Estación, como feudo de plaza Utrillas.
La trasera de Giesa es campo abierto con arboleda. Se extiende desde el terraplén de la fábrica, que tiene incrustados bidones repletos de tierra, hasta los límites de la filla. En esta cancha, se considera vencedor al bando que, a la hora de comer, ocupa mayor cantidad de bidones. Los locales se protegen sacando la tierra y metiéndose en los bidones. Los visitantes avanzan de tronco en tronco hasta ir llegando al terraplén.
Los depósitos de la Estación son unos grandes hoyos rectangulares con paredes de cemento, que contuvieron agua y carbón para las máquinas de vapor. Existen cuatro depósitos. Por todo el terreno hay casetas, grandes tuberías de metal, remolques, dos furgones destartalados y muros de contención. Los locales tienen la posición de defensa de los cuatro depósitos en dos líneas: una de francotiradores sobre las casetas y los muros; la otra, en las inmediaciones de los hoyos, parapetados entre las hendiduras de sus pretiles.
Los proyectiles a utilizar son piedras seleccionadas con anterioridad por los jefes de ambos bandos. Se trata de que no tengan aristas. Está totalmente prohibido usar tanto tiradores o «tirachinas» como hondas a menos de veinte metros del objetivo, y en todas las confrontaciones se hace declaración jurada de su no uso. Expresamente, debido a los avances tecnológicos, se ha tenido que incluir en la ley de guerra la prohibición de ballestas y armas de aire comprimido.
Operativamente, se trata de atacar las posiciones del adversario mediante el lanzamiento de los proyectiles, en tal abundancia que provoque la imposibilidad de mantener la defensa del puesto. Si el lugar es tomado, se considera avance del visitante. Hay que ser lo suficientemente hábil para mover a los soldados propios debajo de la propia línea de fuego, pues es imprescindible ocupar el espacio físico del puesto inmediatamente a su abandono.
Puede ocurrir que algún muchacho resulte lesionado. Entonces se produce tregua para atenderlo, y un adversario (para equiparar las fuerzas), que si se conoce debe ser el causante de la lesión, lo acompaña hasta su casa. Salvo casos de extrema gravedad, se continúa la contienda hasta la hora prevista, hora de comer.
A lo largo de la temporada se programan ocho batallas, cuatro en cada campo. Si en el cómputo final, hay empate, se considera ganador a quien no lo hubo sido la temporada precedente. El último sábado de agosto se procede a la entrega de los galardones: al bando campeón, al más arriesgado, al mejor estratega y al más disciplinado. Se eligen de forma democrática. En caso de lesionados, se les distingue con el premio de honor.
Al comienzo de cada temporada, se discute arduamente sobre si celebrar o no este tipo de contiendas. Hasta hoy, se ha decidido continuar siempre y cuando existan guerras en la televisión, puesto que Montemolín también es parte del mundo. Hay que decir que cada año presenta nuevos asistentes y más heridos.
Los Personajes
porque Fabio destacó en el barrio
Cosas del Más Allá
porque nadie sabe explicar el tema de los demonios
Camino a las estrellas
porque Fabio reencontró el camino
El pintor endemoniado
El talento artístico resulta incomprensible desde los conocimientos actuales. Grandes inteligencias reconocidas son incapaces de escribir un renglón de poesía, o dar unas pinceladas con sentido, o entonar una melodía con encanto.
El talento artístico no se enseña, ni se aprende, no se adquiere ni con el mayor esfuerzo, es inútil buscarlo, es innato, existe o no existe. Cosa distinta es la obra de arte. Crear una obra de implica conocer y haber practicado las técnicas adecuadas, lo que sí supone esfuerzo intelectual, para ponerlas al servicio del talento artístico. Cuando estas dos virtudes se unen, surge la obra admirable.
Pero lo que aquí nos importa es el talento artístico, no la obra de arte, porque en Montemolín no hay obras de arte.
Cuando el talento artístico aparece en una persona, se producen comentarios y opiniones sobre su origen. El más corriente es justificarlo por antecedentes genéticos (?). Otros hablan de influencias ambientales (?). Algunos se decantan por favoritismos de crítica. Ciertos colectivos hablan de influencia esotérica: si el artista es bondadoso, predican intervención angelical… o de santos cualesquiera; si el artista es maligno, hablan de posesión demoníaca.
El barrio de Montemolín acoge entre sus habitantes a un hombre con talento artístico. Se llama Fabio y trabaja adecuadamente las técnicas del óleo sobre tela y el temple sobre madera. Solía exponer en la acera de la plaza Utrillas los días festivos entre semana, y los domingos en la plaza Santa Cruz. En el barrio vende todos sus cuadros; los domingos apenas vende uno o dos, según la temporada. Sus obras más cotizadas, y que ha repetido por demanda, son las que presentan los lugares encantados del barrio, especialmente las verjas de la estación, la filla y el palacio de Larrinaga. Precisamente, el original del primero fue catalogado como «la composición que anticipa el nacimiento de un genio». Valero siempre opinó lo mismo.
Hacía treinta años que Fabio había alquilado un pequeño local en Miguel Servet, 89, cuando apenas llegaba a la veintena. Durante diez años, no participó en las actividades de la comunidad ni se integró siquiera en su grupo de vecinos, así que nadie supo mucho de él, salvo que se calzaba gorra de marino, tenía barba cerrada y fumaba en pipa.
Cuando ya expuso por primera vez, y así tomó contacto con la gente del barrio, en los corrillos se empezó a hablar de él con asiduidad. Caía muy bien a las mujeres y, en especial, a las ancianitas, que se admiraban de «cuánto se parece este cuadro a mi casa», y le adquirían con generosidad todas sus obras. Esta selección de mujeres lo encuadraba entre los elegidos del cielo. Los más sensibles de Montemolín se felicitaban por contar en su cercanía con un verdadero artista, aunque en realidad –palabras de Valero– los verdaderos artistas no son los que cumplen acertadamente con su tarea técnica, sino los que, aprovechando su talento y habilidad, son capaces de aportar con su obra lecciones para el progreso interior revestidas de belleza. A Fabio no se le reconocía esta cualidad. En cierta ocasión fue preguntado sobre el tema y contestó tímidamente:
—La función del arte es meramente festiva. Se trata de cumplir labores para agradar a los demás con su tendencia a la perfección. Un cuadro decora, una mansión cobija, un libro enseña y una canción entretiene. Si todo ello se fabrica con belleza, estaremos ante una obra que cumple su funcionalidad con expresión artística.
—Pero, ¿y el artista? ¿Con quién se compromete?
—… —silencio.
—El talento supera la condición humana. ¿No es obligación del artista ponerlo al servicio de la enseñanza para el hombre?
—… —silencio.
Desde entonces, Fabio dejó de pintar escenas del barrio. Fabricó cuadros abstractos con predominio del negro, satinado de rojo y amarillo. Se afeitó la cabeza y la barba y se vistió con telas de saco. Fue un cambio radical, que se acentuó con un trato hosco y grosero a quien se le acercara. Las ancianitas quisieron ayudarle y las despidió a patadas. Así empezó a cundir el rumor de que Fabio estaba poseído por el demonio, apreciación que cuadraba con la excelente valoración que a partir de ahí se hacía de sus obras… «Y, ¿si hubiera vendido su alma al diablo?».
Agustín se atrevió a contar que desde la galería interior –era vecino de Fabio– oía ruidos muy extraños, gritos de ultratumba. Alentado por la gente morbosa, indagó a través de las rendijas y, como no pudo constatar más aliciente para las mentes retorcidas, se inventó que veía a su vecino pintar personajes del infierno a los que hablaba. A consecuencia de tal mentira, las ancianitas maltratadas exigieron al párroco, don José, que solicitara un exorcismo inmediatamente.
Poca gente del barrio creyó en la posesión. En algún corrillo se comentó que quizá su actitud era parte de su obra y que la evolución de su personalidad había desembocado en una locura artística, situación transitoria hasta que le llegara el propio entendimiento del proceso de cambio.
Hoy poca gente se preocupa de Fabio. Agustín se cansó de fisgar. También es cierto que sus visitas por el barrio son esporádicas, porque parece ser que gracias al aumento de ingresos alquiló otro estudio en el Casco Viejo de la ciudad. Ahora bien, sigue siendo «el pintor del barrio», porque para las fiestas de septiembre vuelve a la plaza Utrillas para vender los cuadros que contienen escenas del barrio. Es difícil saber si son remanente de su época anterior o nuevas composiciones. En cualquier caso, sólo las expone en la plaza Utrillas.
El domingo pasado, don Fabio Nuño, pintor reconocido tardíamente en el mundo del arte nacional, publicó un artículo en el suplemento cultural del Heraldo de Aragón. Merece la pena entresacar los siguientes párrafos:
«… el arte es esencialmente una mezcla de belleza inexplicable con intemporalidad. Un artista está obligado a dominar las técnicas a su alcance para ponerlas al servicio de su talento…
… el talento podría ser un don divino, pero entonces no sería justo por discriminatorio. Tiene que haber otra razón para explicarlo. Es evidente que no conocemos reglas que avalen su existencia o inexistencia… pero estoy seguro de que las encontraríamos de estar dispuestos a bucear en el origen humano…
… igual que un empresario utiliza sus medios para dar progreso a su entorno, el artista no sólo debe crear belleza, a lo que está obligado y que le surge con facilidad, sino que debe salir de la comodidad de su virtud y comprometerse en una obra cuya expresión ayude al avance espiritual… Si hoy yo escribo aquí, es porque lo entendí, y me arrepiento de haberlo conseguido tan tarde…»