PENNY LANE ESTÁ EN MONTEMOLÍN

octubre 10, 2023 0 Por Javier

PENNY LANE ESTÁ EN MONTEMOLÍN.

Smithdown Road es una calle de la periferia de Liverpool. Una calle común. Una calle de suburbio. Una más de esas calles, cargadas de tráfico y ruido, que parecen buscar desesperadamente cómo salir de su ciudad. Una calle que jamás habría llamado mi atención si no fuera porque en ella nace otra llamada Greenbank Drive y porque, a pocos metros de esta, se cruza con otra que tuvieron a bien dedicar al traficante de esclavos James Penny y llamarla Penny Lane

A pesar de su cercanía, Greenbank Drive y Penny Lane son dos calles muy distintas. Greenbank Drive es una apacible vía residencial llena de setos, fresnos altos y espesos y chalets victorianos de ladrillo rojo a los que la palabra mansión se les hace grande por muy poco. Penny Lanne es una calle estrecha, larguirucha y discreta como las que hay a cientos en el extrarradio de cualquier ciudad y a la que dan vida unos pocos comercios y unos cuantos bares movidos por el turismo que desde hace unos años llega también hasta allí. En el número 2 de Greenbank Drive vivió la mayor parte de su vida Miguel Larrinaga, el naviero vasco nacido en Liverpool que, a principios del s. XX, mandó construir uno de los emblemas de Montemolín y, por ende, de Zaragoza: el palacio que lleva su nombre. Su deseo era pasar en él sus últimos años y compensar así a su mujer, Asunción Clavero, por haberla alejado de su familia y de su entorno cuando ambos marcharon a vivir a Liverpool. Lennon y McCartney, que vivían en los alrededores, se reunían con Harrison en el cruce de Penny Lane con Smithdown Road para tomar el autobús que los llevaba al centro de la ciudad. ¿Extendía Miguel sus paseos bajo aquel «cielo azul suburbano» hasta las exiguas aceras de Penny Lane? ¿Le gustaba a John rodear por Greenbank Drive camino de Sefton Park, el mayor parque de la ciudad, e imaginar cómo sería vivir en alguna de aquellas casas distinguidas como hacíamos los niños de Montemolín cuando fisgoneábamos alrededor del palacio de Larrinaga?

En 1967, McCartney y Lennon compusieron con sus recuerdos sobre Penny Lane una de las mejores canciones de todos los tiempos. ¿Se cortaba el pelo Miguel en la barbería de la que habla Paul en la canción? ¿Era alguno de aquellos seres extraños que John, con sus ojos miopes de niño listo y descarado, contemplaba cuando salía de su colegio en Dovedale Road o cuando acompañaba a su tía Mimi a comprar en las tiendas del barrio? ¿Se cruzaron alguno de los dos en algún momento con aquel anciano que desde la muerte de Asunción paseaba su bombín y su tristeza por los alrededores de su casa? Es improbable, pero no imposible. En 1948, cuando Larrinaga falleció, Paul y John tenían seis y ocho años, respectivamente. ¿Llegaron por casualidad a hablar con él alguno de ellos? ¿Y si lo hicieron, les habló Miguel de sus barcos? ¿De aquel velero llamado Orlando que fue el primero en pertenecer a la familia? ¿O tal vez del Buenaventura, primer barco español, este de vapor, que atravesó el canal de Suez? ¿O prefirió hacerlo de la existencia, en aquel barrio lejano y exótico, y tan humilde como el suyo, de aquel palacio que tras morir Asunción nunca quiso habitar, de aquel sueño interrumpido que le perseguía con la tenacidad con que solo los anhelos incumplidos son capaces de hacerlo?

Aunque existen casualidades que desconocemos, la probabilidad de que aquel encuentro tuviera lugar es pequeña. Sin embargo, ahora, mientras paseo por aquella calle, no puedo evitar imaginarlo, verlos allí mismo, delante de la iglesia de Saint Barnabas, sobre la acera donde han levantado una estatua de John de cuerpo entero. Ver a aquel hombre circunspecto y formal, con su levita negra abotonada por completo, detener de repente su paso cansino y dirigirse a aquel niño que parece esperar a alguien en la esquina. Ver la cara de sorpresa del niño —no distingo bien si es Paul o John— que le mira sin saber si escuchar educadamente a aquel anciano o salir corriendo antes de que sea demasiado tarde. Ver los movimientos de Miguel, pausados por el peso de los años y las ausencias, al encorvarse sobre su bastón para oír mejor al muchacho. Ver cómo charlan, o mejor, cómo habla Miguel y el niño escucha. Ver cómo, al despedirse, Miguel alarga el brazo y estrecha, solemne, la mano del niño como si le entregara el testigo de un tiempo que ya no le pertenece. Ver después la mirada intrigada del niño siguiendo a Miguel, a la par que la mía, mientras se aleja despacio en la estrechura de Penny Lane y arrastra sus piernas cansadas al subir la pendiente que abomba la calle para dejar paso al tren. Y ver, por fin, al anciano bajar del otro lado hasta desaparecer de nuestra vista probablemente, solo probablemente, mientras la imagen de aquel palacio solitario y fantasmal por entonces, abandonado en mitad de un descampado de un barrio remoto ya en su memoria, ocupa su ánimo hasta reconocerse en él.

Lo veo y miro otra vez a aquel niño que sigue esperando en la esquina como tantas veces espere yo a su edad sin saber qué subido al murete de la plaza de Utrillas y, mientras tarareo la canción que años más tarde compondrá, echo un último vistazo a aquella calle y me digo que la despedida no puede prolongarse más, que tengo que volver a casa, a esa casa de Montemolín desde cuyas ventanas veo aquel palacio que como Penny Lane me habla del paso del tiempo y de los sueños perdidos.

Rodolfo Notivol Gascón