FABULAS DE MONTEMOLÍN VIII
Cosas del Más Allá
porque no hay razones para demostrar la existencia de don Víctor
Lugar Encantado
porque parece que lo está
Amor de a Dos
porque don Víctor está enamorado
La Bombilla
Desde la plaza Utrillas siempre me llamaba en silencio la esquina de Belchite con Miguel Servet. Sentía una atracción que no podía soportar y, como mínimo, debía dirigir la vista hacia allí. Y normalmente ocurría cuando jugaba a las chapas. Desde La Bombilla me llegaba algo así como un hechizo que transmitía una sensación de grito angustioso en busca de libertad. A días, la intensidad y el tono variaban. Una vez supuse que dependía de si ganaba o perdía con las chapas, pero no pude confirmarlo porque durante una buena temporada dejamos ese juego por las canicas y el balón. Y al principio de ese tiempo me quedé tranquilo, pues las voces se detuvieron, y así deduje que todo se debió al raspado del metal por los gránulos de los bordillos. Me equivoqué.
No he tenido difícil recordar el momento justo de la primera llamada. Aún no sabía circular en dos ruedas, es decir, no había cumplido seis años, pero ya cursaba Párvulos en La Salle y era un día soleado del mes de Febrero o Marzo. Al mediodía, mi madre me había enviado a La Bombilla a comprar algo de comida y, antes de descender por los dos escalones, ya sentí un escalofrío extraño. Las horas de la tarde en el colegio se me pasaron en un estado hipnótico, casi de trance, y tuve que esforzarme para terminar las sumas que don Antonio nos impuso con delicadeza. Mi imaginación se escapaba sin control hasta unos parajes sórdidos, con luz y oscuridad, con vida y muerte, sucediéndose rápida e ininterrumpidamente como en una película del Gordo y el Flaco. Volví a la realidad cuando mi compañero Cedrés me pedía comparar el resultado de una suma. De vuelta a casa, en la fila que nos llevaba hasta el cruce de San José, o tropezaba con el compañero de delante o el de detrás chocaba conmigo. Aquel día me tocó ir solo desde allí a casa. Metí el pie en todos los agujeros de la acera y enderecé alguna que otra señal de tráfico, amén de hacer caer a una señora con la bolsa de la compra. Mientras tanto, los pasajes de a mediodía se agitaban por mi imaginación.
Para llegar a casa debía pasar por delante de La Bombilla, porque cruzaba Miguel Servet entre las esquinas de Juana de Ibarbourou con Minas. Detenido en ese cruce, sin pensar en aquella tienda todavía, decidí continuar por el lado del Bar Otelo y de la Peipasa para atravesar Miguel Servet frente a la calle Fillas.
Allá, enfrente, se quedaba La Bombilla y, al pasar a distancia, un golpe de calor me invadió como si anduviera en un cuarto de baño con el agua caliente saliendo a borbotones por todos los grifos. Continué el camino y llegué a casa asustado. Mi madre me preguntó por la cara tan pálida y tuvo que insistir para que le contestara: «No, no me pasa nada». Naturalmente, debía terminar la tarea escolar y, al punto de concluirla con bastantes errores, Julián me reclamó. Conseguí permiso para jugar con él en la plaza Utrillas. Como entonces primaba la moda de las chapas, nadie podía rehusar el desafío, así que comenzamos la partida de a cuatro, Julián y yo de pareja. En la tercera tirada, llegó esa primera llamada, un aldabonazo sordo que nadie oyó, ni yo mismo, pero que inmediatamente me hizo mirar hacia La Bombilla. Miraba sin motivo aparente –tardé varios meses en descubrir que era realmente de allí desde donde me llamaban–, y Julián se impacientó porque íbamos ganando en la última manga del circuito y yo no acerté a colocar la chapa. Así en diez o doce tiradas. Ganamos por los pelos.
Todas las tardes de la primera semana sucedió lo mismo, y andaba loco, asustado y sin contarlo a nadie –nadie lo supo nunca. Infinita suerte tenía, pues por las noches podía dormir como un lirón. Tarde tras otra, la llamada se prolongaba, en unas ocasiones por una sola vez, en otras con insistencia. Alguna vez noté que Julián también miraba hacia allí, pero quizá era porque pasaba el tranvía. Estuve un tiempo obsesionado, sobre todo cuando la llamada me transmitía sensación de grito desgarrado.
Tiene explicación; explicación que he encontrado nada más comenzar a deambular por los mundos invisibles. Primero voy a tener que ampliar noticias sobre mi estado. Ya contado que cumplo penitencia en estado espiritual, debo indicar que permanezco en soledad contemplativa. Por aquí arriba intuyo que habitan otros seres, quizá todos los que no están por abajo, pero puedo ver exclusivamente a aquellos que han evolucionado menos que yo. No tengo permitido entrar en contacto con ellos, y ellos no me ven, ni siquiera me perciben. ¿Cómo se evoluciona? Cumpliendo la Ley Universal, la Ley del Amor, que significa total desprendimiento de la materia (dinero, pasiones, vicios…) y práctica continua del bien… Eso me dijeron.
Así pues, una vez hecho a la idea de todas las cualidades que un espíritu disfruta, me decidí a investigar por las profundidades de La Bombilla en busca del misterio. No lo tenía muy claro, pues siendo incorpóreo también se siente miedo, pero saqué fuerzas de flaqueza y me armé de valor.
A pesar de que nadie podía verme, busqué la puerta trasera. Descendí por el patio interior del edificio para llegar hasta el corralón de la tienda. Había toneles, cajas de madera, botellas mugrientas… Cuando llegué, los gatos huyeron maullando desesperados. Olía a pescado rancio. Estaba atardeciendo y preferí esperar a que el sol se ocultara por completo entreteniéndome en fisgonear por los pisos: me enteré que doña Julita, tan encopetada, usaba peluca y que don Ambrosio, el sobrio, se sacaba con el dedo las pelotillas de la nariz. Lástima no poder contárselo a Julián… o pasarlo a la tertulia de las comadres, tan dispuestas a pelar los acontecimientos del barrio.
A la hora de entrar, me quedé parado. Pensé si podría encontrarme a un muchacho prisionero con las uñas retorcidas y los cabellos hasta el suelo, o a un hombre alucinado, o a un monstruo con parche en el ojo y garras de halcón… De pronto, recibí la llamada otra vez, ahora tierna y lánguida, pidiendo ayuda como un animal herido. Me estremecí por donde tuve el vientre… y no tuve más remedio que acudir.
Lo vi recostado junto a los sacos de lentejas. Lloraba elevando la vista al cielo, con las manos abiertas implorando clemencia. Era don Víctor, el dueño anterior de La Bombilla, con su perilla bien cuidada y sus ropas raídas. Según rumores del barrio, fue tan rico como un rey medieval y tan avaro como el de Molière, engañaba con la balanza, vendía género podrido y llegó a prestar con usura. También contaban que por la noche hacía montones de duros para cerrar la contabilidad de las ventas, y que si le faltaba alguno, al día siguiente castigaba al dependiente, prohijado desde niño, a contar los garbanzos hasta que le sangraran las yemas de los dedos. Nunca me lo creí.
Pues bien, La Bombilla tenía fantasma.
El hombre me dio pena y quise consolarle. No, no podía verme ni escucharme. Juro que lo intenté con fuerza, porque su llanto era aquella llamada, y ahora me hería, me hería allá por donde tuve el corazón como si un desgarro me atravesara de pecho a espalda. La impotencia me obligó a rezar… y fue plegaria para mi guía, que me habló; me contó lo que a continuación escribo:
Don Víctor murió hace veinte años. Murió en la miseria, en el altillo de la tienda y tardaron dos días en encontrar su cuerpo. Con acierto hablaban los que le decían avaro, pero ni hacía montones de duros ni castigaba al dependiente. Incluso al chico le daba mejores alimentos de los que él tomaba. Su avaricia era locura, locura de amor, amor por una mujer. Acopiaba monedas de oro para comprar hacienda cuando ella volviera. Ella lo abandonó en la juventud porque no tenía dinero. Ella se fue con otro hombre, pero Víctor esperaba y esperaba verla aparecer sobre los escalones, bella y radiante, y entonces él, antes de besarla, le entregaría como presente su baúl repleto de riqueza… Se hizo viejo y llenó cinco veces más de lo pensado, crecieron sus talentos a puro de sacrificio y avaricia para comprar a su amada joyas, visones y caricias. Ahora sigue esperando detrás del mostrador con paciencia. Si un cliente roba, se encoleriza. Si entra un chiquillo, languidece con ternura. Cuando una mujer entra, una joven cualquiera con ojos verdes, pelo castaño, mechón rebelde en la frente, se acerca hasta ella, se tiende a sus pies y le ofrece monedas y monedas de oro.. Se parece a su amada… y Víctor grita, brama con un lamento amargo…
Rezar por él le ayuda. Quizá algún día, cuando la Luz le indique el camino, pueda encontrar por otros mundos de allá arriba un mechón rebelde en forma de amor.
Características propias de Montemolín
porque los tranvías descansan en este barrio
Cosas de niños
porque los niños aman a los tranvías
Cosas del Más Allá
porque hay espíritus que aman a los tranvías
Los tranvías
La electricidad es el primer vestigio de energía cósmica puesta al servicio de los seres humanos. Y los tranvías funcionan con electricidad. Quizá por eso sean tan entrañables. Quizá por eso los quieran desterrar.
El garaje de los tranvías en la ciudad se localiza en Montemolín. Como deben pernoctar en su domicilio, su último traqueteo de la jornada se realiza por las vías del barrio, por lo que la gente mayor protesta por el ruido, al contrario que los niños imaginativos, pues al tener la conciencia libre de culpabilidades duermen sin sobresaltos y, por el día, son capaces de disfrutar con el encanto del trole.
Antes de seguir, hay que recordar que, al efecto tranviario, Montemolín no es Montemolín, sino el Bajo Aragón, línea 1, la cual transcurre desde la Facultad de Veterinaria hasta la plaza San Miguel, con visos de prolongarse hasta Casablanca.
A pesar de sus chirridos, los tranvías son dulces. Caminan como sobre miel y se conducen con ese vaivén propio de una barquichuela navegando por una bahía. El piso de madera estriada, los asientos barnizados y el saludo del cobrador le proporcionan un calorcillo que invita a quererlo como algo más que una máquina de transporte.
Los pequeños se encandilan con el señor conductor de traje gris y gorra de plato, que maneja sus manivelas con el arte apropiado para frenar en el tiempo justo y sin sobresaltos para sus pasajeros. Los pequeños se creen que el embudo de la arenilla a la derecha del cuadro de mandos es el medio de comunicación con las entrañas de la Tierra, la casa de los demonios, y los más atrevidos, al final de la línea, cuando el conductor abandona por unos minutos su puesto, se acercan hasta allí, saltan, y gritan obscenidades que retumban por todo el bajo del tranvía.
Recuerdo con especial ensueño un día de invierno, a las ocho de la tarde, cuando acompañé a mi padre hasta la oficina de los tranviarios para preguntar por una bolsa que mi abuela había dejado olvidada en el trayecto de la línea 11 (Parque–San José). Allí tenían la bolsa… pero no fue ésa mi sorpresa. La oficina de reclamaciones estaba justo a la entrada del garaje. El cielo se debatía entre dos luces. Desde los escalones, envié mi mirada a unos seis o siete tranvías que dormitaban a la intemperie y quedé prendado de su imponente inmovilidad, enhiestos, pero humildes, con el trole escondido y el cartel de trayecto apagado. Por un momento, los oí bostezar… y mientras, con su trajín, un compañero suyo pasaba por la calle. Me pareció ver lágrimas en el parabrisas frontal del segundo tranvía verde. Creí que me pedían ayuda… pero no sabía por qué. Como en un ejercicio de desesperación, varios de sus compañeros chirriaron enloquecidos al aparcarlos en una vía muerta.. De camino a casa, mi padre me informó que a la semana siguiente inauguraban dos líneas de autobuses.
Los tranvías provocan adicción. He conocido seres que tardaron en recobrar el sueño habitual cuando su traqueteo se espaciaba. He conocido por aquí arriba seres desorientados en las rutas de la ciudad buscando la parada de la línea tal que había desaparecido. He conocido niños lesionados porque al subir a la trasera de los autobuses no encontraron la cuerda del trole. Y tres espíritus encantadores se están quedando por abajo haciendo campaña por la reinstauración de los tranvías. Se pegan a los empresarios de motores eléctricos y les susurran nuevas tecnologías para crear vehículos más cómodos y económicos. Estos espíritus se alojan por la noche en el tranvía–monumento del Parque Grande. Los oigo llorar a menudo.
Cuando yo vivía en la calle Fillas (hoy Francisco de Quevedo), 1, 2º ctro., desde el balcón, casi esquina a Miguel Servet, casi frontal a la plaza Utrillas, me fijaba con interés en los tranvías de fuelle. Eran como un tren sin máquina, con dos o tres vagones enlazados por gigantescos acordeones. Mi tía me dijo un día que sus chirridos provenían de esos grandes instrumentos musicales mal afinados. Al observarle yo que los otros tranvías también chirriaban, cambió de fantasía, y complicó la cosa desvelándome que no eran acordeones sino fuelles que liberaban a los tranvías de los suspiros malignos: «Son como la chimenea de los trenes, pero los suspiros se vuelven invisibles para colarse más fácilmente en las almas descuidadas». Desde entonces siempre los conocí como tranvías de fuelle.
Sólo supe de una línea que se cubriera con vehículos de este tipo: la 29, con término en la Academia General Militar.
Todos los tranvías eran atacados por los chicos traviesos de Montemolín, ya fuera por asalto pirata o por disparos de escopeta de madera. El asalto pirata se reservaba para acciones temerarias: los muchachos más valientes se lanzaban contra la trasera y, una vez bien situados, gritaban: ¡Conquistado!, para después tirar de la cuerda con la intención de sacar el trole de la catenaria (los conductores salían muy enfadados y amenazaban con denuncias a la Autoridad). Nunca me atreví a ser pirata, pero fui francotirador aventajado con la escopeta de corcho.
La línea 29 era intocable, estaba prohibido asaltarla. No se sabía muy bien el motivo. Me enteré mucho más tarde, estando aquí arriba, cuando oí la siguiente historia: en un viaje de estos tranvías de fuelle, un capitán de gran bigote, yendo pegadito al cristal del furgón de cola, sufrió un asalto pirata y, con ánimo de defenderse, sacó su pistola reglamentaria para amenazar: «¡Disciplina castrense te hace falta! ¡Ya te veré por el cuartel cuando vistas de soldado!”, y Rodolfo, el asaltante, diez años más tarde, cumplió el servicio militar con sudor y lágrimas, entre carreras nocturnas, guardias en festivo, perolas grandiosas y calabozo al encontrarse de teniente coronel a un señor bigotudo con muy malas pulgas.
Nadie de mi tiempo conoció esta historia y, por lo tanto, se contaron historias fantásticas sobre la línea 29. Yo me apuntaba a la más increíble, por la cual los tranvías de fuelle iban armados hasta los dientes. Todos los efectivos de la flota habrían participado en innumerables batallas cumpliendo la función de vehículos de avanzada para romper los flancos del enemigo. La chapa redonda que adornaba su frontal escondería una ametralladora de turbina, y los grandes tornillos de la trasera serían alojamiento de bayonetas… El fuelle… No, entonces no habrían tenido fuelle, sino, en su lugar, plataforma elevada, desde donde el soldado más experto accionaría un lanzallamas, a modo de boca de dragón, que devastaría las posiciones estratégicas enemigas.
La gente mayor del barrio aplaudirá la desaparición de los tranvías porque así dormirá con más tranquilidad (?) o no será molestado cuando siga atentamente el serial televisivo. A la gente mayor del barrio le ocupan poco los problemas de los niños aventureros. Quizá una minoría se apene… pero ninguno colaborará junto a los espíritus encantadores para inventar un nuevo tranvía. El transporte público presenta poco interés.
Los niños aventureros van a sufrir un golpe terrible, porque de pronto van a ir quedándose sin enemigos. Pasarán una época muy desorientados, quizá refunfuñen y sean incapaces de montarse un juego nuevo por unas semanas… hasta que descubran los cristales de la Estación o los depósitos vacíos de la Granja. Probablemente, por reacción, las nuevas actividades sean más violentas, y así en progresión.
El tranvía se quedará en el olvido, solo.
Es fácil comprender por qué aquella ventanilla frontal se llenó de lágrimas, por qué me miró tan triste: aquel ser de hierro y madera con energía cósmica había previsto su final.