FÁBULAS DE MONTEMOLÍN-IX
Características propias de Montemolín
porque la Filla es exclusiva de Montemolín
Lugar Encantado
porque los niños así lo entienden
Cosas de Niños
porque sólo lo entienden algunos niños
Cosas del Más Allá
porque nadie se cree las historias de la pandilla «A»
La filla
No muy lejos de donde concluye la calle Fillas –a menos de tres kilómetros– encontramos el cauce del río Ebro. Son recordadas las excursiones en bicicleta hasta las choperas que abundan en la ribera. Muchos chicos cursaron en ellas sus primeras clases visuales de sexualidad sin saber que podrían haber sido acusados de «voyeuristas».
Pero las choperas del Ebro no pertenecen a Montemolín.
Es sabido que el ser humano se sumerge en la contradicción como símbolo genuino de su condición imperfecta (a pesar de algunas opiniones particulares en contra). De acuerdo con este principio, los mayores añoran los tiempos felices de la infancia, aludiendo a la ingenuidad, tan cómoda, y a la falta de entendimiento. Gran paradoja cuando la mayoría de edad y subsiguientes épocas tampoco facultan por sí mismas para la asunción responsable de la madurez y de la inteligencia (?)… Más disculpable parece la pretensión del niño que desea crecer para convertirse en creador de su destino. Se trata de eludir la disciplina, supuestamente impuesta para lograr el progreso… ¡Qué razón tienen los niños para querer gestionarse sus propias vías! Abundando en la cuestión, son habituales las declaraciones de voluntad para convertirse, y viceversa, de casado en soltero, de soltera en casada, de jefe en subordinado, de dependiente en autónomo, de hijo en padre, etc., etc.
Las aguas del río, tan poderosas con su constancia, se filtran por cualquier resquicio que les permita demostrar su inconformismo. Al igual que el hombre, se salen de su cauce cuando un descuido aparece en el camino. El Ebro, a su paso por la ciudad, tiene algunas escapatorias. La más famosa, junto al puente de Piedra, es el pozo de San Lázaro, «boca del diablo» que se ha tragado sin dejar rastro cualquier cosa que se haya acercado por sus dominios. Menos cruel es «la filla» de Montemolín.
En los ratos de ocio e independencia, los chicos del barrio se internan por los confines de la calle Fillas, buscando el lugar donde los mayores que quieren ser niños no sean capaces de hacer llegar sus órdenes de control. Y allí, desde el antiguo Reformatorio, con su torre cuadrada a modo de vigía, nace el terreno de «la filla».
La filla es un terreno semipantanoso por donde la escapada del río se convierte en delincuencia de sus aguas. El caudal huido de su cauce se transmuta en un líquido negruzco que discurre entre dos riachuelos y una superficie blanda que le deja asomarse a la intemperie. Los mayores no se acercan porque huele mal. La filla recorre los aledaños de la CEFA y de la Giesa, y recoge sus desechos. Entre otras causas naturales, por eso huele tan mal.
Sobre todo para el verano, los chicos buscan la libertad en posesiones escondidas dentro de ese terreno y forman límites imaginarios para cada pandilla. En el interior de la filla, crecen árboles muy grandes, juncos y matorrales que se convierten en referencia para la segregación del terreno.
Las pandillas se componen de hasta cinco muchachos –y alguna muchacha–. Los únicos rasgos comunes de estos grupos son la tenencia de un jefe de hecho y la diferencia de edades entre sus miembros. Generalmente, el jefe es el mayor y nunca una mujer.
Dependiendo de la experiencia de este líder, cada pandilla sigue una u otra forma de pasatiempo. Y todos los pasatiempos tienen como fin «ser como los mayores».
«Los H» suelen montar una calle comercial, donde instalan tiendas con un género variopinto: desde varas para el arreo de animales hasta neumáticos reutilizables para hacer señales de humo negro. Las piedrecitas son monedas y los trozos de madera, billetes.
«Los X» han organizado un campamento militar. Poseen un reglamento que marca la cantidad de tiempo para descansar y para comer, dejando a discreción las tareas propias de la formación guerrera. Tienen prohibido matarse entre sí y quien lo hace está condenado a diez minutos de calabozo.
«Los C» lo pasan peor. Están unidos por su afición a desenterrar y juegan a creerse importante arqueólogos que buscan vestigios de la civilización anterior al barrio. Casi siempre se encuentran con vetas malolientes del líquido negruzco, y alguna vez desenterraron trozos de plástico (CEFA) que atribuyeron al avance tecnológico que sus ilustres antepasados generaron en lo que hoy es Montemolín.
Uno de los grupos que reúne mujeres en sus filas presenta características especiales. También quieren ser mayores. También ejercitan actividades impropias de su edad. También son chicos normales. Pero nunca planifican sus juegos y nunca los repiten. Para las vacaciones de verano, se reúnen a las diez de la mañana junto a la fuente de la plaza Utrillas. Son cinco. Sus nombres no importan, incluso es necesario mantenerlos en secreto. Tres de ellos aportan bicicleta y los dos restantes se sientan en cualquiera de los manillares para iniciar la marcha hacia la filla. Su terreno asignado se encuentra bajo el terraplén de Larrinaga y desde allí se alarga hasta el chopo más grande de la ciénaga. Justo en el centro de su territorio, emergen unos juncos en círculo que esconden en su interior un espacio limpio de olor y vegetación. Habitualmente, utilizan en exclusiva esta superficie. Apartando los tallos verdes, acceden a su propiedad y nadie, desde ningún lugar, puede descubrirlos. Así, han evitado las injerencias de las pandillas belicosas. Se sientan en círculo alrededor de una piedra que ellos trasladaron de otro lugar de su terreno. Nunca se les ha oído conversación alguna y, en cambio, cuentan que sus juegos son los más maravillosos que puedan inventarse.
Nada más tomar asiento se unen de las manos y conocen, desde la primera vez que jugaron así, qué deben hacer: guardar silencio, respirar muy hondo y pausado, eliminar los pensamientos y sonreír por dentro. Pueden pasar así varias horas.
El líder de esta pandilla («A») es un chico reconocido en el barrio por su sensatez y bondad. No es un estudiante aventajado, pero tampoco suspende. Para formar el grupo, no tuvo más que ir mirando a los ojos de los candidatos, y no necesitó de ninguna ceremonia para convencerles. Tiene bicicleta.
En cierta ocasión, se supo el tipo de aventuras que esta pandilla corría por la filla. Los del grupo «H» se extrañaron porque nunca los habían visto en sus cercanías. El líder «A» contó una vez que toda su gente había jugado a construir una carretera en la selva amazónica, manejando una máquina que comprimía la vegetación en lugar de cortarla. En otra aventura, se habían lanzado a vacunar contra la fiebre amarilla a una tribu de Biafra. También habían pilotado una nave espacial que buscaba un planeta oculto donde sus habitantes no conocían el asfalto ni el cemento. Y la última narración que puso en común antes de que se burlaran de él, contaba un viaje más allá de las nubes y con salida al espacio, en el cual sólo sentían sensación de libertad total. El líder «A» ya no contó más aventuras.
Podría decirse que la filla guarda secretos.
Pero la filla es solamente un lugar pantanoso creado por las filtraciones del río Ebro, con juncos y choperas.
Habría que preguntar a la pandilla «A».
La pandilla «A» no querrá hablar.
Cosas del Más Allá
porque nadie ve al infante travieso
Cosas de niños
porque el infante es un niño, como Marito, su amigo
El infante travieso
En Miguel Servet, 36, se erige la «fuente de cultivo a mi intelecto y la cuna de mi despertar ético», además de los patios de recreo. Todavía hoy, en la Secretaría, presta bondad y ternura el hermano Adolfo que, por encima de papeles y recibos, nos restaura con dulzura torceduras, arañazos, heridas y estados de ánimo confusos. Hablo de La Salle Montemolín, pesebre de buenos baloncestistas y refugio del cariño de una congregación.
Habita en él un Infante Travieso.
Cuando cumplía 3º de Bachiller, un estupendo chaval decidió escaparse a los mundos de aquí arriba. Eligió como punto de partida el pabellón que acogió su entrada. Nada más cruzar la enorme puerta de acceso al Colegio se alzaba a la izquierda un enorme cobertizo, con más de seis metros de altura, casi hueco si no fuera por los cinco habitáculos a modo de piezas de rompecabezas que se repartían en su interior; la Casa del Alumno, con juegos de recreo a cargo del Hermano Pepe, un almacén y tres clases alargadas de Párvulos y Primero; y sobre ellos, nada más que aire hasta las vigas, vigas metálicas repletas de tornillos gigantes, triangulares con base superlativa, que se apoyaban cada una en columnas gemelas. Por la superficie libre se esparcían colchonetas, caballos, que no de montar, plintos, potros, que no de tortura, y… cuerdas de escalar. Olía a polvo húmedo… Con el aroma extraño, con una maroma lisa, el infante castigado, un chico alegre, gracioso, hecho para vivir y hacer vivir a los demás, se vino a buscar por estas alturas las traducciones de latín, los problemas de matemáticas, las valencias de los metaloides y un poco de amor. Escapó con el recuerdo de cuando el Hermano Adolfo le regalaba hasta siete barritas de regaliz Zara por ser el primero de la clase.
El infante obtenía Matrículas de Honor y en Ingreso fue distinguido por la Jefatura de Estudios, junto con otros cuatro estudiantes entre los setecientos del colegio. Don Antonio, su profesor de Párvulos ya le auguró: «Podrás conseguir lo que tú desees«. La señora Marta, cocinera especial, le llamaba «el hijito del Bautista», por el patrón del colegio, y doña Asunción, la matrona del antiguo internado, decía de él que era como un cielo en una tierra de extraños, calificativo merecido por su continua dulzura y aplicación en servir. Pintaba copias de Miguel Ángel cambiando los personajes por pequeños duendecillos voladores. A los profesores seguidores de Los Hombres Razonables les parecía sacrilegio, pero el Hermano Vicente le apoyó, le ayudó y convenció a toda la Comunidad de que eran cuadros metafóricos de un artista infantil, que no debían temer la herejía, que el chico rezaba todos los días y que su confesor, el padre Mainar, no le había comentado nada escandaloso en su proceder.
En tercero de Bachiller suspendió Matemáticas el primer trimestre porque algún duendecillo le hizo perder el cuaderno de ejercicios, y el profesor, adicto al orden y a la disciplina, mediaba nota entre la pulcritud de los cuadernos y el examen final. El infante dio calificación en este último sumando de nueve y medio, cuya media aritmética con cero daba nada más que cuatro con setenta y cinco, es decir, Suspenso. Aquella nota roja en el Boletín le impactó, pero en vista de la causa no le dio importancia, concluyendo que en el segundo trimestre debería ser más cuidadoso con sus cuadernos.
La tragedia se gestó en casa, donde el color rojo no sentaba nada bien. No podía existir indulgencia ante tamaña afrenta y más tratándose de Matemáticas, reina de las asignaturas, basamento de los ingenieros… Y ahí el infante tembló:
—¿Ingeniero has dicho, papá?
—Ya lo creo, ¿o es que pensabas elegir otra carrera?
—Hombre…
—Serás ingeniero, como tu tío.
El infante siguió temblando, y no por el castigo, un mes sin propina y sin ir a jugar con Marito y Esperanza, sino porque, de acuerdo con el Hermano Vicente, ya había planeado su formación en la Escuela de Artes y Oficios. Ni siquiera los regalos de Reyes le consolaron.
Y queriendo ir muy arriba, no pudo subir más allá del tejado del pabellón.
El infante deambula por el Colegio, casi siempre detrás del Hermano Vicente, que nota como una presencia extraña a su lado, una presencia cálida, pero angustiada, y se asusta cuando, al ponerse a pintar, los colores se le mezclan formando tonos muy parecidos a los frescos de la Capilla Sixtina.
Desde que ocurrió el percance se hace difícil explicar algunos sucesos ocurridos en el Colegio y en sus inmediaciones:
Don Pascual, el señor de Cara Negra, tiene un genio espantoso y reparte bofetadas a todos aquellos muchachos que no cumplen el reglamento, el cual nadie conoce escrito. Cuando es Marito el implicado, don Pascual siente que su palmada rebota y que el chico se le escapa.
En el mes de Mayo, a la entrada a clase los viernes, hay misa en honor a la Virgen María. Hace años que no se utiliza el coro. Cuando todos han terminado «Con flores a María», se oye una voz lejana que continúa la canción, y se oye desde allí arriba, desde el coro.
En los futbolines de la Casa del Alumno, los «chicos chulillos» no pueden ganar. Se hacen campeones los que peor juegan, aquéllos de los que se burlaban los prepotentes. Nadie se lo explica: a veces la bola rebota en una red invisible que cubre la portería de los inferiores en juego, y en cambio, cuando éstos disparan, se rompen todas las leyes físicas y geométricas a favor de que la bola caiga en el cajón de los «chulillos».
El profesor de Matemáticas de tercero de Bachiller ha dejado de puntuar la pulcritud y el orden.
El Hermano Jeremías ha nombrado a un chico pequeñote capitán del equipo de fútbol. Ese chico nunca había destacado, pero como estaba marcando goles inverosímiles, ahora es titular. Ese chico se llama Marito.
En el patio de brea se producen muchas menos lesiones que antes. Y el Hermano Adolfo se alegra y, en realidad, es al único que no le asombran estos fenómenos. Cuando se comentan a la hora de la comida en el salón de la Comunidad, sonríe y nunca expone teorías propias para explicar los aconteceres extraños. Es feliz por haber rebajado el gasto en esparadrapo y mercromina, y ha sugerido al Jefe de Estudios que se intente evitar la imposición en materia de vocaciones. El Hermano Adolfo es bueno y ha visto al infante travieso.
Este año pasado se convocó un concurso de pintura promovido y preparado por el Hermano Vicente. Se instauraron tres premios dotados con útiles de dibujar, diplomas y becas para cursar estudios en la Escuela de Artes y Oficios. Ganó el primer premio Marito García, el cual nunca dibujó bien y que se puso a crear la obra ganadora sin saber por qué. El cuadro representaba los frescos de la Capilla Sixtina repletos de duendecillos, Eva como hada y Adán como ángel. Al Hermano Vicente le sonaba.
Desde la ceremonia de fin de trimestre, la víspera de Nochebuena, con la entrega de premios al concurso de pintura, han cesado los fenómenos, ya considerados travesuras, con un repente categórico. El Hermano Adolfo, aunque tendrá que elevar el gasto de esparadrapo, sonríe muy feliz, más feliz que antes.
NOTA: Marito decidió no aprovechar la beca, porque había aprendido tanto a jugar al fútbol que esperaba llegar a Primera División. Marito fue el mejor amigo del infante.