Fábulas de Montemolín X
Cosas del Más Allá
porque la Ciencia no entiende la historia de Susana
Camino a las estrellas
porque Susana deseó ascender por la escalera
Los Personajes
porque tras su muerte mucha gente del barrio piensa en Susana
Susana
Nadie en Montemolín conoce a Susana. Susana vive en una casita baja de la calle Belchite, casi esquina a la calle del Sol. Hoy tiene ya quince años y nunca ha visto reflejados en las aceras los rayos del sol ni de la luna. Susana vive con su abuela y morirá con su abuela.
Morirá una santa sin que lo sepa la Santa Madre Iglesia… Aunque si la Docta Institución supiera toda la verdad –es incapaz de saberlo– condenaría a Susana al infierno más profundo. Bueno, a esta Susana no, a otra. En fin, perdón, todo quedará claro al final de la historia, espero.
Ella es alta, ya desarrollada y con un cuerpo perfecto. Desde que tiene uso de razón sólo ha querido utilizar ropas de la abuela: sayas, enaguas y velos. Por ello, y por sus ojos, podría pasar por la auténtica Virgen María. Sus ojos son límpidos, de una transparencia tal que uno ve en ellos el remanso de un torrente apenas nacido. Sólo mirarla da paz… y nadie la ve, porque la abuela sufre de cataratas agudas.
Su historia de esta vida es dulce; la otra, cruel. Nació sin asistencia, en el granero de la casa, con su madre y su abuela de únicos participantes. La parturienta, cuando el caldo de gallina la recuperó, se marchó a buscar a un novio para recorrer el mundo, dijo. Embarazo de madre soltera, secreto bien guardado, deshonra escondida para la familia, la abuela viuda cargó el paquete.
Miguela dio por perdida a su hija Miguelita. No recuerda por quién lloró más, si por la madre o por la niña. Al menos pudo llorar en compañía esta vez, pues con el nacimiento había cumplido veinte años de viuda.
Susana creció en silencio, nunca nadie pudo oírla llorar, ni siquiera hablar. La abuela la creyó muda (¿lo era?) y así se conformó, sin atender el defecto para no descubrir una existencia que de esta manera se guardaba mejor. ¡Qué dócil, qué obediente fue Susana! A los dos años, ya se valió por sí misma y empezó a servir a la abuela.
La abuela Miguela nació para ser amada hasta cierta edad. Vivió una infancia tan feliz que era incapaz de recordarla para no herirse en comparación con la de su nieta. Convivió con un hermano protector y dos hermanas cariñosas, igual que los padres, tal así que siempre le pareció cursar estudios de amor en una academia especializada. Y aprendió, aprendió a amar lo mismo que a cocinar, coser, lavar, planchar y fregar, con gran alegría y un deseo de profundizar en cada materia para doctorarse en la Universidad que su tiempo le brindaba a las mujeres. La razón de su estudio fue simplemente saber amar mejor.
Miguela tuvo un matrimonio perfecto, de los que no se estilaban en la época. Hombre apuesto y tierno fue el marido, tan amante que evitó el embarazo hasta después de cinco años de casados para amar mejor a su esposa. Entonces tampoco ansió un varón, sino, al contrario, una hembra morenita y cariñosa con mechones rebeldes y deseos de ser ingeniera. Ayudó a limpiarle el culito y a preparar papillas de verdura.
Siete años duró el paraíso, hasta que Miguelita, la hija, supo farfullar unas frases seguidas. En esos días, murió Macario por unas fiebres mal curadas; en esos días, Miguela comenzó a sufrir la prueba de su vida; en esos días, Miguelita inició su camino de insensatez… y así a la madre Miguela le tocó sufrir por esta hija descastada, porque, siglos atrás, en otra vida, abandonó a sus hijas de entonces para correr hacia la «bondad» de una hacienda suculenta. Miguelita fue su expiación.
¡Qué bien aprendió su lección antes de regresar! Muchos años de amor en su hogar, de enseñanza para la ternura, le habían proporcionado el poso de la paciencia, de la probidad, de la entrega sin rencores… Miguelita, la hija, lo disfrutó sin darse cuenta, como casi todos los hijos, recibiendo el más dulce fruto que pueda recibirse… regalando a cambio exigencias e ingratitud, rebeldía y maldad.
Hay quien dice que todo está escrito. No, por cierto. Susana no aparecía en ningún índice de esta vida, tenía reservados más años de expiación en las Escuelas de Universo, donde ya alcanzaba grados elevados de conocimiento. Pero Susana no debía regresar… todavía. Susana (llamémosla así) había faltado gravemente en su otra vida contra la Ley del Amor en un ejercicio de auténtica soberbia. Odió, humilló y despreció a seres que a su alrededor se movían con sentido del servicio y de la subordinación. Ella, tan amante de sus iguales, tan dulce con la gente que la acompañaba en los bailes de la Corte, hundía a sus servidores en la tiranía… Un día oscuro, en un ataque de celos, estranguló a quien había sido su aya y la de sus hijos… A continuación, llena de conciencia equivocada (estuvo bien hecho, pensó), mantuvo su amor por los iguales y el desprecio por sus criados. Susana (llamémosla así) no tuvo ningún castigo en esa vida. Al morir, cayó en lo oscuro con una deuda pendiente.
Alguien pensó que Miguela necesitaba ayuda, Alguien pensó que Miguelita necesitaba ayuda y Alguien vio que Susana podría estar en condiciones de ayudar. La purgación debería ser más larga en el tiempo estelar, pero, nunca mejor dicho, el arrepentimiento siempre hace milagros, y ese Alguien, que los tiene en su mano, armó el rompecabezas para lograr avances de amor… y nació Susana.
Conforme la pequeña tomaba conciencia de su ser, la abuela Miguela contribuyó a extender las lecciones que se truncaron para Susana en la Escuela del Universo y sembró las caricias y la ternura en los pasos de la nieta como ampliación del curso estelar.
Miguela le marcó sin saberlo el camino de su progreso y, cuando la niña ya fue casi mujer, comenzó a perder las fuerzas del cuerpo mientras crecía el color en su alma. Miguela perdía la vista, perdía el oído, cargó su espalda con dolores, pero nunca dejó de tener encendido el corazón. Y Nadie le explicó por qué aquella niña estaba allí sin hablar, sin ofrecer un gesto de cansancio ni queja; Nadie le explicó por qué, al ver sus ojos, sentía un amor profundo ni por qué, al mirar las manos de su nieta, se estremecía en una angustia de temor que no recordaba en esta vida.
Susana tiene hoy quince años. Vive con su abuela y morirá con su abuela.
El Futuro rueda a la par del Pasado y del Presente.
Susana hará dieciséis años sin pronunciar una palabra, derramando una sola lágrima y ansiando pacientemente que su abuela sea capaz de cumplir su labor de madre amante.
La abuela va a disminuir su calvario porque amó. Susana va a responder con calificación brillante al examen de esta vida. Y en el barrio de Montemolín nadie conoce a Susana.
La gente de Montemolín sabrá de Miguela y su nieta cuando la morbosidad descubra que dos hombres asaltaron una casita baja en la calle Belchite para robar sayas y enaguas. El barrio se escandalizará cuando sepa que se encontró a la abuelita postrada en su cama, muerta por su natural, y a la nieta con el cuello destrozado por dos manos como tenazas, como hacía siglos murió un aya. El informe policial no dirá que ambas sonreían.
Y nadie allá abajo sabrá que Miguela tenía experiencia en otra vida como aya de unos muchachos revoltosos en casa de una tiránica mujer que alternaba con los más poderosos de la Corte, y llamada Susana algún tiempo sideral más tarde.
Miguelita no supo encontrar el sentido de su vida.
Los Personajes
porque los espíritus agrupados vivieron en el barrio
Cosas del Más Allá
porque la historia es verdadera, sin explicación
Camino a las estrellas
porque los espíritus agrupados encontraron la senda
Los espíritus agrupados
Una noche de invierno crudo, descubrí que se estaba gestando un importante grupo en las entrañas mismas del barrio. Lo localicé frente a la plaza Utrillas, en el cruce de Fillas con Miguel Servet. Eran cinco seres que conversaban.
Llevaba la voz cantante, de tenor autoritario, don Justo, un alcalde del barrio en otra época y enterrado como tal en su día. Los otros cuatro también habían sido hombres importantes de la comunidad, a saber: don José, párroco y hábil predicador para la causa divina del cepillo; González, socio de Peipasa, excelente industrial y buen comedor; Landáburu, prohombre de Cima, mujeriego donde los haya a cual más fornicador; Picazo, dueño de varios comercios y rígido patrono con los dependientes.
Todos habían fallecido recientemente y se saludaban con efusividad muy extrañados del encuentro.
Don José asumió la responsabilidad de analizar la situación como experto en las cosas del más allá. Argumentaba que estaban cumpliendo un pequeño purgatorio por sus pecados veniales, es decir, que se encontraban en la antesala del cielo y que, cercano el momento de ver a San Pedro, deberían aguardar en la cercanía de un altar consagrado. Se inició un arduo debate donde los otros, todos ellos de acuerdo, exponían que, demostrada claramente la vida después de la muerte y, puesto que a nadie más habían visto por allí, eran los designados por la Providencia para solucionar los problemas del barrio. Don José, visto lo visto, se juntó a la mayoría sin gran convencimiento.
Cada cual de ellos hacía tiempo que vagaba con circunstancias similares. Los cinco se asustaron al morir porque, al verse entre la gente velando su cuerpo, creyeron que pasaban por un mal sueño. Cuando se dieron por convencidos de su muerte, después de haber asistido cristianamente a su entierro, se molestaron por la enorme luz que arriba les salió, cuyo resplandor les picaba en la coronilla. Una vez liberados del picor, creídos de que seguían en el mismo mundo sin mundo, se lanzaron a por sus inquietudes terrenales.
El párroco, sumo secreto, buscó a la Pruden, señora de García, para comprobar si con su marido fornicaba tan austera como le informaba en la confesión.
Don Justo pensó seguir como alcalde, quizá ministro, en la nueva configuración del Estado y marchó a presentar credenciales al Gobernador Militar.
Los otros tres, viendo que no gozaban de billetera –González para comer en «Los Borrachos» (cinco tenedores); Landáburu para invitar a cierta jovencita; y Picazo como control estricto de sus negocios–, se dirigieron raudos hacia las cajas fuertes de su propiedad.
Don José, viendo que la Pruden disfrutaba más que Mesalina, Don Justo, viendo que el Gobernador Militar no le hacía ni puñetero caso, y los otros tres, viendo que no podían llevarse los billetes de sus entretelas, se desesperaron hasta la extenuación. Cansados de llorar, se les aparecieron a las viudas –don José a su concubina de la calle Montearagón– buscando el consuelo que ellos les negaron en vida (Landáburu descubrió al amante de su mujer). Comprobaron la inutilidad de la acción y, como último remedio, acudieron a la iglesia, rezaron ante la Cruz, se arrepintieron de sus pecados y… como premio, después de esos avatares y con dicho arrepentimiento, pudieron encontrar a alguien conocido en la esquina indicada. Solucionada la desazón, sólo don José aprobó una parte del temario.
El fin del cónclave se demoró porque costó mucho llegar a acuerdos concretos. Parecía entenderse que todos pretendían una acción conjunta y coordinada, pero primaban los intereses particulares. Dado que don José entendía mejor la misión, pidió erigirse consejero general de las almas individuales y, dada la confusión, se le concedió la jefatura del grupo, previa advertencia de los otros integrantes de acudir a Misa solamente los domingos. Así, don José, en secreto de confesión, impartió los consejos para encaminarlos al bien común.
A los dos días de trabajo conjunto, cada cual campaba a su aire.
Landáburu, por el golpe brutal de su cornamenta, fue el primero que comenzó a desarrollar una labor prometedora. Se convirtió en sombra de los esposos engañados, desvelándoles al oído las andanzas de sus mujeres malvadas. Provocó tres separaciones inmediatas y un intento de crimen pasional. El remordimiento le hizo llorar de nuevo.
González, buscando proporcionar una mejor aporte nutritivo en las cartas de afamados restaurantes, se dedicó a revisar las recetas gastronómicas de los mejores cocineros. Al comprobar en tres conocidos restaurantes la porquería y animales que abundaban por las trastiendas, no dejó de perseverar hasta conseguir que el Delegado ministerial iniciara una exhaustiva inspección de higiene en la ciudad. Su empresa, Peipasa, fue la primera sancionada con falta muy grave y un importante monto económico. La culpa le hizo llorar otra vez.
Don Justo pretendió colaborar en la Comisión de Festejos y, puesto que él los prohibió sin razón consistente, instigó sin pausa hasta lograr la inclusión de los fuegos artificiales como fin de fiesta. Como consecuencia de la prisa e inexperiencia de los comisionados, un niño sufrió quemaduras en las nalgas. La impotencia le hizo llorar nuevamente.
Picazo le sopló a su hijo para que derogara el Reglamento de Régimen Interior (ver en Anexo) que instaurara su abuelo para el primer comercio de abacería. Vigente desde 1.823 para toda la cadena de establecimientos, fue rápidamente anulado sin sustitución. El desorden provocó una huelga general en Picazo e hijos, S.L. y las mujeres del barrio no pudieron abastecer su despensa en una semana. El exceso de responsabilidad le hizo llorar repetidamente.
Don José se presentó ante el nuevo párroco y le susurró algunas sugerencias de comportamiento individual. Como el nominado era joven y rebelde, reaccionó al contrario y, en la misa dominical, lanzó una prédica donde abogaba por la necesidad de desterrar las falsas apariencias provocadas por el egoísmo, dando prioridad absoluta a los valores de una comunidad que velara por los intereses generales… Entendida su equivocación, Don José lloró de segundas.
Y así, con hipidos y lagrimones, los cinco volvieron a encontrarse en el punto de partida como si un alma caritativa les hubiera indicado el camino del consuelo.
Contadas sus experiencias y visto el fracaso, don José expuso la teoría de los esfuerzos aunados y desarrolló un esquema de actuación. Se le ocurrió que, atropellada Martita frente al palacio de Larrinaga, el barrio necesitaba semáforos para peatones en las esquinas más transitadas. Utilizando la importancia de los contertulios, cada uno debería influir en sus conocidos para conseguir la instalación de ellos lo más rápido posible. Se aprobó la moción.
Esta vez, don Justo, usando sus dotes organizativas y los conocimientos que de su gente tenía, preparó el plan. Landáburu, por medio de su ascendiente sobre las mujeres, se encargaría de informarles de sus derechos para llevarlas a la protesta ordenada. Picazo atacaría por el flanco de la Asociación de Comerciantes, intentando que denunciaran la inseguridad de la zona. González haría que la plantilla de su empresa, en el corazón del barrio y la más numerosa, detuviera el tráfico por una hora en el lugar del atropello de Martita. Don José influiría en los sermones de las iglesias del barrio para que se lanzara el problema como cuestión de algún mandamiento mosaico. Y don Justo hablaría con el concejal de Tráfico.
Ninguno de los cinco supo que contaron con una ayuda especial.
A los dos meses, semana víspera para nombrar al nuevo alcalde, las esquinas de Montemolín se fueron alumbrando con luces amarillas, verdes y rojas.
Estaban celebrándolo con gozo infantil en la esquina Fillas con Miguel Servet, cuando una luz idéntica a la del picor en la coronilla los envolvió como una nube y ascendieron hasta perderse entre los confines del Cielo.
Rescato como anécdota, el siguiente “código legislativo”. Es para reír… después de su derogación.
ANEXO CITADO
Reglamento de Régimen Interior para las tiendas Picazo y Cía (1.823)
Exposición de motivos: Es menester que el patrono vele por sus empleados. Haciendo una labor educadora y disciplinaria, el cumplimiento de este Reglamento supondrá una obligación en sus puntos normativos y una orientación en sus puntos de consejería. Respecto a los primeros, su inobservancia se castigará con sanción; respecto a los segundos, se emitirá una recomendación.
Artículo 1: La tienda debe estar abierta desde las 6 de la mañana hasta las 9 de la noche.
Artículo 2: Hay que barrer la tienda y limpiar el polvo de los mostradores y estanterías, llenar las lámparas, limpiar las chimeneas y traer un cubo de agua y otro de carbón, todo ello antes de desayunar, sin dejar por esto de atender a los clientes que nos visiten.
Artículo 3: El domingo no se abrirá la tienda, a menos que sea imprescindible y en ese caso sólo unos minutos.
Artículo 4: Los empleados del sexo masculino dispondrán de una tarde a la semana para cortejar y de dos si van a un acto religioso.
Artículo 5: El sábado será día de paga una vez cerrada la tienda. No se admitirán protestas por cuantía.
Artículo 6: Cada empleado pagará por lo menos 50 pesetas al año a la Iglesia y asistirá a la catequesis con regularidad.
Artículo 7: El empleado que tenga la costumbre de fumar puros cubanos, afeitarse en la barbería y asistir a bailes y otros lugares de diversión, dará motivos a su patrono para desconfiar de su honradez e integridad.
Artículo 8: Después de 14 horas de trabajo en la tienda, el tiempo libre debe dedicarse principalmente a la lectura.