FÁBULAS DE MONTEMOLIN XI
Lugar Encantado
porque este palacio lo está
Amor de a Dos
porque Ángela y Andrés se aman
Cosas del Más Allá
porque Ángela vive en el palacio, de verdad
El palacio de Larrinaga
Érase una vez una muchacha bella, muy bella, tan bella que sus padres le obligaban a salir a la calle con velo. Habitaban cerca de Montemolín, en el barrio, entonces pueblo, de La Cartuja de la Concepción, adonde se llegaba por la carretera de Alcañiz en una media hora sirviéndose de carro.
La muchacha se llamaba Ángela, por aquello de que su madre salvó la vida de milagro después del parto, consiguiendo salir de peligro en el momento de comenzar a amamantarla. «Fue mi ángel de salvación», contaba doña Luciliana, la madre. A consecuencia del parto tan difícil, Ángela tomó una naturaleza enfermiza y Luciliana quedó imposibilitada para tener más hijos.
La niña creció entre algodones y no le faltaron cuidados, pues su padre descendía de sangre azul y era propietario de muchas yeguadas de tierra fértil en el lindero del río.
Nadie se explicaba por qué coincidían en Ángela belleza y enfermedad. Cualquiera entiende que Dios crea la hermosura para ser admiraba por el hombre, y ella, frágil cuerpo, apenas podía salir al aire libre, y cuando lo hacía, el padre ordenaba que se cubriera con mantilla y velo negros. Don Gerardo no actuaba con exceso de autoridad, decidió así por motivo de protección. «Cualquier muchacho que pueda verla se enamorará perdidamente de ella y Ángela no está capacitada para entregarse a un varón con las condiciones necesarias«. Don Gerardo sabía que un nieto mataría a su hija como estuvo a punto de morir su esposa. Además, ninguna familia de los alrededores podía ostentar un linaje tan antiguo y noble.
Ángela acudía a misa todos los domingos a la capilla del monasterio del pueblo, acompañada por su madre y su aya. Evitaban la iglesia por aquello de la tentación. Así, además de su padre, ella no vio otro varón a velo quitado, excepto…
El amor no es exclusivo de los don Gerardos ni las doñas Lucilianas. El amor fluye en el Universo apoyándose en cualquier partícula creada por Dios, y se aloja, especialmente, en las cercanías de los corazones de las muchachas adolescentes. No hay velos ni mantillas ni clausuras que lo escondan ni lo eviten.
Andrés Larrinaga comerciaba con tejidos, y desde Laredo recorría todo el país para surtir de sus mercancías a los monasterios. En La Cartuja atendía un pedido para hilar tapices y confeccionar hábitos. Como hombre devoto, escuchaba siempre Misa allí donde se encontrara.
Aquel día de verano hacía mucho calor. La capilla del monasterio era fresquita, pero el camino hasta ella a las doce del mediodía provocaba una quemazón insufrible.
Andrés ocupaba el tercer banco de la capilla, justo detrás de los monjes más ancianos y justo al lado del lugar donde Ángela y sus dos acompañantes se sentaban todos los domingos. El apuesto joven nunca pudo imaginar…
El cambio de temperatura tan brusco provocó a las tres mujeres un exceso de transpiración. Ángela sudaba copiosamente por culpa del velo negro y, para limpiarse el rostro, sacó de su manga un pañuelito bordado. Por un momento, separó el velo de su cara; por un momento, sus facciones quedaron al descubierto… para un hombre.
Andrés miró a Ángela. Ángela vio a Andrés sin el filtro eterno. Y esa química que ningún científico explica actuó como relámpago en noche de luna nueva. Los dos oyeron el corazón del otro de la misma forma que si los tuvieran juntos. Los dos se supieron unidos por un hilo de plata, los dos irradiaron por encima de sus cabezas los efluvios del amor que no es materia, mientras allá abajo, los sentidos les demostraban la verdad de sus vidas: habían nacido para unirse.
El hombre insistió ante el padre y la madre para llegar hasta la mujer. No llegó a verla de nuevo y ya se encontró con el duro obstáculo de la condición social. Por sus venas corría sangre plebeya, indigna de un linaje azul.
La mujer porfió ante su padre y su madre para llegar hasta el hombre. No llegó a verlo de nuevo y ya exigió su libertad de amar con tal pasión que su salud se resintió gravemente. Juró no recuperarse nunca si su amado no era aceptado en la familia.
Don Gerardo no cedió: comunicó a don Andrés que nunca sería merecedor de su hija, porque no podría superar la cuantía de su dote. Además, le prohibió pisar tierra de la familia, es decir, le impidió entrar en el pueblo de La Cartuja.
El hombre no se rindió. Volvió a su ciudad y reunió todo el dinero que sus negocios fueron capaces de darle. Compró un terreno equidistante entre La Cartuja y el centro de la capital y comenzó la construcción del palacio más exquisito jamás visto en los alrededores.
Mientras su obra crecía, pudo encontrar el medio para comunicar a su amada todas las riquezas que iba instalando al servicio de su amor.
Don Gerardo hizo oídos sordos a las noticias que hablaban de un palacio con una grandiosidad desconocida en cualquier obra de aquella época, envidia de todos los pudientes de la comarca y ejemplo futuro para todos los nobles. Hizo oídos sordos al rumor de que la dueña sería su hija Ángela en cuanto se desposara con el señor Larrinaga.
La última carta que Ángela recibió decía que el palacio estaba terminado y que en breve su padre sería invitado a la inauguración, con la intención de que comprobara la belleza y opulencia de la futura casa de su hija. Andrés la ofrecía como regalo de boda. Ángela, al leerla, sintió que una fuerza lejana le atraía sin remedio, y se arriesgó a salir sin velo, subir a un caballo y lanzarse al encuentro con su amado.
Llegó ante la verja del palacio con la noche caída. Los rayos de luna llena hacían destellar los mosaicos del frontal y se colaban por las vidrieras de color. Sólo pudo ver los setos del jardín y la escalinata de entrada rematada por dos grandes copas de piedra que semejaban ofrenda para el visitante. Ángela murió en el linde de su casa.
Andrés no volvió por la comarca. Nadie supo más de él.
Cuando los Hermanos Marianistas compraron el palacio para instalar allí su noviciado, obviaron los relatos de un albañil que decía haber visto una mujer vestida de negro aguardando en la entrada de la casa.
Los Hermanos Marianistas no saben que Óscar, el hijo de «la camarera», habla de vez en cuando con una mujer errante que dice esperar ansiosa la vuelta de su prometido.
Los Hermanos Marianistas no saben que cuando se celebra una boda en la capilla del palacio la novia siempre está acompañada de una madrina especial vestida de negro.
Los Hermanos Marianistas no saben que Ángela habita en el palacio de Larrinaga.
Amor de a Dos
porque los novios de verdad pasean junto a estas verjas
Lugar Encantado
porque lo es
Camino a las estrellas
porque pasar esta experiencia ya es progresar
Cosas del Más Allá
porque nadie se lo explica
Las verjas de la Estación
Cuando Luis y Beatriz desaparecieron, se armó un gran revuelo en el barrio. Luis era hijo de doña Engracia, la señora del Estanco, y Beatriz, hija de Antonio el tranviario, dos familias muy queridas por la comunidad. Luis tenía dieciséis años, y Beatriz, quince.
Todo el mundo sabía que iban para novios, pero nadie les había visto darse la mano o un beso. Una noche de diciembre, ninguno de los dos volvió a casa y, aunque Gustavín dijo haberlos visto juntos, no se sospechó de una fuga conjunta.
El barrio entero se movilizó en su busca sin saber que nadie de este mundo podría encontrarlos.
El fondo de la plaza Utrillas se cierra con la antigua estación de ferrocarril, pero sus ángulos no llegan a juntarse con los edificios colindantes. Para evitar intromisiones, entre las esquinas se alzan dos grandes verjas de hierro trabajado. Cuando el sol se va, ninguna farola es capaz de alumbrar los dos espacios aludidos.
Luis y Beatriz eran tan vergonzosos que los padres de ambos pensaban que serían incapaces de entablar otras amistades distintas a las de su familia. Luis y Beatriz vivían en el mismo edificio de la calle Higuera. Así, Luis y Beatriz, recíprocamente, eran los únicos miembros ajenos al parentesco con quienes se relacionaban desde niños. Estaban enamorados.
Tres años antes de la desaparición, ambos por separado, evacuaron consulta ante Valero sobre su problema de indecisión al respecto. Recibieron los dos idéntica respuesta al uso del filósofo:
«La luz y vuestra voluntad os ampararán«.
Naturalmente, nada les aclaró y así nunca hablaron del asunto, por lo que el barrio desconocía la profundidad de sus sentimientos.
Luis, el día anterior a la desaparición, sintió un fuego interno que le recomendaba constantemente hacerle muestra a Beatriz de su amor.
Beatriz, el día de antes a la desaparición, oyó una voz interna que le rogaba con insistencia besar dulcemente a Luis.
En invierno, cuando ya no hay sol, la plaza Utrillas se queda desierta. Las farolas alumbran con deficiencias y el viento suave forma remolinos que levantan nubes de polvo. En invierno, los plátanos de la plaza están deshojados y proyectan sombras alargadas como de brazos esqueléticos que se apoderan de la fuente.
La noche de la desaparición, el viento habitual se había calmado y los plátanos parecían sonreír. Las farolas habían crecido tanto en luz que las esquinas de la Estación destacaban por su enorme oscuridad. Alguien diría que esto ocurría sin capricho.
En los corrillos de las Novias Románticas se comentaba que los chicos llevaban a los ángulos oscuros de la plaza a las novias avanzadas para enseñarles el arte del beso. Y las más indiscretas contaban que las novias besadas habían experimentado, entonces y en ese lugar, una sensación de magnetismo que las elevaba por encima de las verjas durante un tiempo de imposible medida.
Por eso, las verjas de la Estación consiguieron fama de misterio.
El día de la desaparición, Luis y Beatriz decidieron hacer caso a sus impulsos interiores. Sin quererlo, pero buscándose, se encontraron en el patio de su casa cuando ya nadie podía atreverse a circular a la intemperie. El uno viendo al otro se dieron cuenta de que sus ojos irradiaban una luminosidad inexplicable.
Luis, obedeciendo sus instrucciones, quería hablar de amor, y dada su timidez, decidió que sólo había un lugar en el barrio para superar su terrible apuro cuando dijera las palabras que hervían en su entraña: las verjas de la Estación.
Hace varios lustros, cuando se construyeron la Estación de Utrillas y las casas colindantes, la empresa del carbón, dueña de las instalaciones, decidió encargar a don Álvaro Fernández la forja de dos verjas artísticas para cerrar unos huecos entre edificios.
Don Álvaro era un hombre con gran iluminación, que había enfocado su sensibilidad al trabajo artesano del hierro. Obras suyas habían llegado a Europa y cruzado el Atlántico hasta Buenos Aires. Siguiendo ciertas recomendaciones inconscientes, una vez al año, alguna de su obras debía culminarla en arco peraltado, debajo del cual iría una circunferencia hueca con tres radios en forma de Y. Además, no podía enviar dos composiciones de éstas a la misma ciudad.
Cada vez que don Álvaro culminaba su obra especial del año, Martita, su hija menor, la brujilla, se fijaba con intensidad en la culminación y decía: «Papá, ¿no ves cómo el señor de arriba sonríe? Es muy guapo«.
Gustavín había bajado a dejar la bolsa de la basura en el cubo del portal. Luis y Beatriz no contestaron a su simpático: «Buenas noches».
Temiendo que los descubrieran, los enamorados dieron un rodeo por la calle del Sol hasta la calle Fillas, dirigiéndose con paso firme hacia el lugar que, sin palabras, los dos habían decidido. Caminaban a la par y, al roce de sus hombros, sentían cómo una luz en su corazón se encendía para calentarles el alma.
Aquella noche, nadie sensible del barrio quedó inmune. Las brigadas de búsqueda se desorientaban con gran facilidad, pero, extrañamente, dado su conocimiento del barrio, les pareció normal. Las madres que permanecieron en sus casas no pudieron dormir y gozaron hasta el amanecer de un halo de paz cálido y acogedor. Todos los niños durmieron como ángeles benditos y despertaron por la mañana con una alegría nunca sentida a causa de un sueño que no recordaban. Los adictos y adictas a los Hombres Razonables se angustiaron enormemente y pasaron días hasta calmar los nervios.
Como acertadamente todo el barrio sospechó, Luis y Beatriz no se habían fugado, ni por asomo lo pretendían, sólo deseaban ser capaces de demostrarse su amor.
Cuando llegaron a los pretiles alargados de la plaza, ensimismados en la lucha contra su timidez, no se dieron cuenta de que las farolas se cargaron de una luz más blanca, ni de que el viento, con respeto, detuvo su trajinar por los alrededores.
Las verjas seguían en la oscuridad.
Sólo dudaron en dirigirse hacia el frente, verja cercana, o a la izquierda, verja del otro lado. La decisión era irrelevante porque ambas gozaban de idéntica virtud.
Se adentraron en la penumbra con el sonido acelerado de su pecho. Apenas sentían los hierros labrados, apenas sentían la realidad de su ser, se veían sólo el uno al otro como almas enardecidas que buscaban su comunión. Si hubieran mirado alrededor, no habrían podido ver la plaza Utrillas.
Cuando Luis quiso hablar –¡por fin!–, Beatriz le acercó los labios tapándole la palabra.
Al día siguiente, hora del desayuno, aparecieron junto a la verja de la Estación con el firme convencimiento de comunicar a todo el barrio que ya eran novios universales. Una gran mayoría les felicitó y se puso a llorar de gozo. El resto, adictos a los Hombres Razonables, les recriminó su falta de sensatez, y soportaron los residuos de la angustia pensando que a lo peor podía ocurrirles lo mismo a cualquiera de sus hijos. «¡Ojalá les suceda!», contestaban los novios.
En el preciso instante en que los labios se unieron, a través de la circunferencia partida en tres sectores descendió una luz de amor que los envolvió y los elevó hacia el mundo de la felicidad eterna, donde enseñan el amor, donde se aprenden lecciones desaparecidas de los libros, y tal fue la intensidad del sentimiento que el tiempo se truncó, convirtiéndose en eternidad o milésima de segundo, quién sabe. Y mientras duró la noche terrena, Luis y Beatriz cumplieron con calificación cum laude el doctorado en la asignatura de Ternura, Entrega y Servicio.
Una luz les enseñó.